PRIMER PEDAZO
El
negro de gorrita subió al Mitre en la estación San Fernando. No tuvo mejor
opción que sentarse delante de mí. Su mirada desafiante me daba asco, a pesar
de sus aparentes catorce años. Mascaba con la boca abierta, mostrando sus
molares negros de caries que resaltaban eso rosa que comía. Miré a mi compañera
de banco, no podía sostener la mirada hacia el frente. La chica era de las mías.
Lucía bien. Tenía un estilo europeo refinado que contrastaba con la mugre del
tren. Seguramente, tenía apuros por llegar a destino, como yo. Y con el colectivo
a hora pico, no se podía contar. Por eso estaba en el tren.
Busqué
su mirada en la mía, indignada. Me miró, nos miramos. Esperaba que se sacara
los auriculares e intercambiar alguna palabra. Me molestó que esto no sucediera
y no hallar en sus ojos complicidad.
Volví a mirar hacia el
frente y me encontré con que el negrito ya había tragado su bola rosa. Estaba
pelando la que sería la próxima. Notó mi mirada y ahora era él el que no me
sacaba los ojos de encima. Arrojó el papel al piso ni bien terminó de pelar el
caramelo. Indignación, sentí indignación. Miré a mi compañera seguro de
encontrar, esta vez, una actitud que junto a la mía incomodara al negrito por
su accionar. La chica estaba mirando la ventanilla, luego giró la cabeza.
Sentía asco. La nariz me delataba. Las fosas se me expandían sin poder
contenerlas. Y las manos frotaban nerviosas mis rodillas. La chica me miró con
desprecio y giró la cabeza. Me enojé. Entonces observé que se sentaba
desprolija, tenía una mochila algo sucia. Seguramente era una negra de alma, me
dije. “Con estos K está todo muy mezclado; los negros, con la peroncha a la
cabeza, ya se tornaron rubios y nos invaden”.
La
cosa no iba a quedar así. Esta gente tiene que aprender. Esperé unos segundos a
que pudiera dirigirme a él con la menor agresividad posible. No estaba
dispuesto a una grosería que me pusiera en evidencia, aunque más no fuera ante
la negrada del tren. De esta gente, se puede esperar cualquier cosa. Lo miré
fijo. Intentaba transmitirle mi condena. El negro me entendió. Lo puedo jurar.
Me agaché. Tomé la punta del papel con el pulgar y el índice; asco, asco. “Tomá
tu papel, querido”- le dije rápidamente por lo bajo. Él lo agarró. Lo abolló en
su mano sin dejar de clavarme la mirada, mascando con la boca cada vez más
abierta. Me incomodó. El negro tenía los ojos clavados en mí. Negros, negros. Tenía
una mueca risueña. Diez segundos más tarde, el papel estaba nuevamente en el
piso hecho trizas. No sé si pude disimular mi cara de horror. Quise irme, no
quería mostrar la incomodidad que el negro no tenía. No podía. No había llegado
a destino y no me perdonaría tal acto de debilidad. Decidí dispersar la mirada
en diferentes direcciones, pero sentía los ojos del negro clavados en mí.
Provocándome. Y la chica continuaba con sus auriculares mirando a través de la
ventanilla.
Por
fin llegué a la estación Belgrano. Dejé atrás a esa gente turbia, que no sabe
comportarse ni cuidar lo nuestro.
SEGUNDO PEDAZO
Clara
subió al Mitre en la estación Tigre, como todos los días. Dado que se trataba
de una estación terminal, logró sentarse sin tener que empujar demasiado para
ganar la carrera al abrirse las puertas.
El momento del viaje no era el que más
disfrutaba, pero lo aprovechaba para masajear el estrés que las horas de
estudio retorcían. Dejaba atrás la postura erecta de escritorio. Se
descontracturaba del peso de la mochila. Miraba a través de la ventanilla,
diluía el cansancio de sus párpados a ráfagas del color de la velocidad del
tren. Mientras tanto, los auriculares le recortaban el bullicio monótono del
vagón. David Guetta la transportaba en “escarabajo” negro. Se sonreía pensando
en el auto que su padre le regalaría al finalizar la carrera. Hasta que la
molestó un pinchazo en la nuca. Un tipo de unos treinta y pico la miraba con
una expresión rara. Se asustó. Pero estaba bien vestido, no iba a robarle… ¿Qué
le pasaba? ¡Esa cara! ¡Cómo la miraba! “Necesito el auto ya; el tren está lleno
de enfermitos”, pensó.
Se dio vuelta para
seguir mirando a través de la ventanilla; cuando alguien molesta, mejor es
hacerse la desentendida, se dijo; aunque estaba atenta a los movimientos de su
compañero.
Se alarmó al notar que
éste se agachó, pero fingió no hacerlo. Después de unos minutos, volvió a
sentir la misma mirada afilada en su nuca. Esta vez giró la cabeza con más
violencia. Se encontró con una mirada dilatada, que parecía querer aspirarla de
un lengüetazo. El tipo respiraba profundo ¡lo veía en su nariz! Se frotaba las
manos en las piernas. Era un degenerado, no había dudas. “Con esa cara de
pancho, pero ¡qué pajero!”, se indignaba Clara.
Volvió a mirar a la
ventanilla, pero tenía el rabillo del ojo puesto en él. Deseaba que el tipo se
bajara de una vez. Pensaba que su mamá tenía razón cuando le decía “hay que
tener mucho cuidado, nena, la cosa está fulera; que te roben es lo de menos,
hoy te matan o te violan”.
Clara por fin se
tranquilizó cuando el tipo bajó en la estación Belgrano y se perdió en la
multitud del Barrio Chino. Distendió sus ojos mirando cómo tres pedazos de
papel bailaban en el suelo, removidos por el viento filtrado por la ventanilla.
”A nadie le importa nada ¿por qué tengo que aguantar yo la mugre de otro?”,
pensó. Y volvió a decirse que necesitaba el auto urgente.
TERCER PEDAZO
Después de un día
agotador, Francisco y Clara tomaron el Mitre en la estación Tigre. A pesar de
haberse sentado en el mismo banco; ninguno reparó en la presencia del otro
hasta el arribo de un niño de catorce años en la estación San Fernando.
El niño se sentó exactamente
frente a Francisco y en diagonal a Clara. Masticaba un Flynn Paff (ese caramelo
famoso por su gran tamaño) que había recibido en el colegio por el cumpleaños
de un compañero. Mientras, pensaba qué le diría a Crístofer si lo volviera a
dejar plantado en la esquinita en la que se encontraban siempre.
Clara iba dispersa en
auriculares y distendida en el asiento. Estaba aliviada del peso de la mochila
y cautiva de la ventanilla. En cambio, Francisco se sentía libre de desprecio al
niño de enfrente. Su mirada hacia él era humillante. Pero tuvo como respuesta
una provocación curtida de rencor. La mirada del niño no titubeaba. Y Francisco
no pudo sostener los ojos puestos en él.
Entonces fue cuando decidió buscar un aliado desviando su mirada en
Clara. Ella percibió e ignoró la presencia de su compañero de banco.
El niño se burló del desaire.
Veía en Francisco un dejo de incomodidad y bronca que no desaprovechó para
clavarle aún más la mirada y devolverle la provocación que había recibido. Fijó
sus párpados entreabiertos mientras pelaba lentamente su Flynn Paff. Introdujo
el caramelo en su boca sin pestañear. Arrojó el papel al piso torciendo la
comisura de su boca sin dejar de mirar a Francisco que, a esta altura, había
desviado varias veces la vista.
Francisco vio el papel
en el piso y su cara se desfiguró. Se puso negro de furia; sobre todo ante el
nuevo desaire de Clara que, sin percibir la música del rencor, continuó escuchando
el silencio por la ventanilla.
Después de unos
segundos, Francisco levantó el papel. Se lo devolvió al niño alardeando asco. El
niño lo tomó. Mientras masticaba presionando con fuerza sus mandíbulas, abolló
el papel. Francisco relajó y desvió su mirada del niño, pues ya había
conseguido hacerle explícito el rechazo que sentía por él.
Su boca estaba ácida a
pesar del Flynn Paff. El odio se coló en una expresión cínica. La bronca estalló
en tres pedazos de papel de caramelo al suelo. Francisco se desentendió de la
situación. La tensión había llegado a un grado en el que redoblar la apuesta
significaría exponerse a una situación de violencia que no estaba dispuesto a
tolerar. Mientras tanto, el niño continuaba apuñalándolo con su mirada y Clara
con los ojos puestos en otro lugar.
Francisco bajó en la
estación Belgrano.
La brisa colada por la
ventanilla desperdigó por el piso del vagón tres pedazos de papel, como si
nunca hubieran envuelto un mismo caramelo, como si no compartieran el mismo
suelo.
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