miércoles, 17 de abril de 2013

Los tres pedazos de papel




PRIMER PEDAZO

                El negro de gorrita subió al Mitre en la estación San Fernando. No tuvo mejor opción que sentarse delante de mí. Su mirada desafiante me daba asco, a pesar de sus aparentes catorce años. Mascaba con la boca abierta, mostrando sus molares negros de caries que resaltaban eso rosa que comía. Miré a mi compañera de banco, no podía sostener la mirada hacia el frente. La chica era de las mías. Lucía bien. Tenía un estilo europeo refinado que contrastaba con la mugre del tren. Seguramente, tenía apuros por llegar a destino, como yo. Y con el colectivo a hora pico, no se podía contar. Por eso estaba en el tren.   
                Busqué su mirada en la mía, indignada. Me miró, nos miramos. Esperaba que se sacara los auriculares e intercambiar alguna palabra. Me molestó que esto no sucediera y no hallar en sus ojos complicidad.
Volví a mirar hacia el frente y me encontré con que el negrito ya había tragado su bola rosa. Estaba pelando la que sería la próxima. Notó mi mirada y ahora era él el que no me sacaba los ojos de encima. Arrojó el papel al piso ni bien terminó de pelar el caramelo. Indignación, sentí indignación. Miré a mi compañera seguro de encontrar, esta vez, una actitud que junto a la mía incomodara al negrito por su accionar. La chica estaba mirando la ventanilla, luego giró la cabeza. Sentía asco. La nariz me delataba. Las fosas se me expandían sin poder contenerlas. Y las manos frotaban nerviosas mis rodillas. La chica me miró con desprecio y giró la cabeza. Me enojé. Entonces observé que se sentaba desprolija, tenía una mochila algo sucia. Seguramente era una negra de alma, me dije. “Con estos K está todo muy mezclado; los negros, con la peroncha a la cabeza, ya se tornaron rubios y nos invaden”.    
                La cosa no iba a quedar así. Esta gente tiene que aprender. Esperé unos segundos a que pudiera dirigirme a él con la menor agresividad posible. No estaba dispuesto a una grosería que me pusiera en evidencia, aunque más no fuera ante la negrada del tren. De esta gente, se puede esperar cualquier cosa. Lo miré fijo. Intentaba transmitirle mi condena. El negro me entendió. Lo puedo jurar. Me agaché. Tomé la punta del papel con el pulgar y el índice; asco, asco. “Tomá tu papel, querido”- le dije rápidamente por lo bajo. Él lo agarró. Lo abolló en su mano sin dejar de clavarme la mirada, mascando con la boca cada vez más abierta. Me incomodó. El negro tenía los ojos clavados en mí. Negros, negros. Tenía una mueca risueña. Diez segundos más tarde, el papel estaba nuevamente en el piso hecho trizas. No sé si pude disimular mi cara de horror. Quise irme, no quería mostrar la incomodidad que el negro no tenía. No podía. No había llegado a destino y no me perdonaría tal acto de debilidad. Decidí dispersar la mirada en diferentes direcciones, pero sentía los ojos del negro clavados en mí. Provocándome. Y la chica continuaba con sus auriculares mirando a través de la ventanilla.   
                Por fin llegué a la estación Belgrano. Dejé atrás a esa gente turbia, que no sabe comportarse ni cuidar lo nuestro.

SEGUNDO PEDAZO

                Clara subió al Mitre en la estación Tigre, como todos los días. Dado que se trataba de una estación terminal, logró sentarse sin tener que empujar demasiado para ganar la carrera al abrirse las puertas.
El  momento del viaje no era el que más disfrutaba, pero lo aprovechaba para masajear el estrés que las horas de estudio retorcían. Dejaba atrás la postura erecta de escritorio. Se descontracturaba del peso de la mochila. Miraba a través de la ventanilla, diluía el cansancio de sus párpados a ráfagas del color de la velocidad del tren. Mientras tanto, los auriculares le recortaban el bullicio monótono del vagón. David Guetta la transportaba en “escarabajo” negro. Se sonreía pensando en el auto que su padre le regalaría al finalizar la carrera. Hasta que la molestó un pinchazo en la nuca. Un tipo de unos treinta y pico la miraba con una expresión rara. Se asustó. Pero estaba bien vestido, no iba a robarle… ¿Qué le pasaba? ¡Esa cara! ¡Cómo la miraba! “Necesito el auto ya; el tren está lleno de enfermitos”, pensó.
Se dio vuelta para seguir mirando a través de la ventanilla; cuando alguien molesta, mejor es hacerse la desentendida, se dijo; aunque estaba atenta a los movimientos de su compañero.
Se alarmó al notar que éste se agachó, pero fingió no hacerlo. Después de unos minutos, volvió a sentir la misma mirada afilada en su nuca. Esta vez giró la cabeza con más violencia. Se encontró con una mirada dilatada, que parecía querer aspirarla de un lengüetazo. El tipo respiraba profundo ¡lo veía en su nariz! Se frotaba las manos en las piernas. Era un degenerado, no había dudas. “Con esa cara de pancho, pero ¡qué pajero!”, se indignaba Clara.
Volvió a mirar a la ventanilla, pero tenía el rabillo del ojo puesto en él. Deseaba que el tipo se bajara de una vez. Pensaba que su mamá tenía razón cuando le decía “hay que tener mucho cuidado, nena, la cosa está fulera; que te roben es lo de menos, hoy te matan o te violan”.
Clara por fin se tranquilizó cuando el tipo bajó en la estación Belgrano y se perdió en la multitud del Barrio Chino. Distendió sus ojos mirando cómo tres pedazos de papel bailaban en el suelo, removidos por el viento filtrado por la ventanilla. ”A nadie le importa nada ¿por qué tengo que aguantar yo la mugre de otro?”, pensó. Y volvió a decirse que necesitaba el auto urgente.


TERCER PEDAZO

Después de un día agotador, Francisco y Clara tomaron el Mitre en la estación Tigre. A pesar de haberse sentado en el mismo banco; ninguno reparó en la presencia del otro hasta el arribo de un niño de catorce años en la estación San Fernando.
El niño se sentó exactamente frente a Francisco y en diagonal a Clara. Masticaba un Flynn Paff (ese caramelo famoso por su gran tamaño) que había recibido en el colegio por el cumpleaños de un compañero. Mientras, pensaba qué le diría a Crístofer si lo volviera a dejar plantado en la esquinita en la que se encontraban siempre.
Clara iba dispersa en auriculares y distendida en el asiento. Estaba aliviada del peso de la mochila y cautiva de la ventanilla. En cambio, Francisco se sentía libre de desprecio al niño de enfrente. Su mirada hacia él era humillante. Pero tuvo como respuesta una provocación curtida de rencor. La mirada del niño no titubeaba. Y Francisco no pudo sostener los ojos puestos en él.  Entonces fue cuando decidió buscar un aliado desviando su mirada en Clara. Ella percibió e ignoró la presencia de su compañero de banco.
El niño se burló del desaire. Veía en Francisco un dejo de incomodidad y bronca que no desaprovechó para clavarle aún más la mirada y devolverle la provocación que había recibido. Fijó sus párpados entreabiertos mientras pelaba lentamente su Flynn Paff. Introdujo el caramelo en su boca sin pestañear. Arrojó el papel al piso torciendo la comisura de su boca sin dejar de mirar a Francisco que, a esta altura, había desviado varias veces la vista.   
Francisco vio el papel en el piso y su cara se desfiguró. Se puso negro de furia; sobre todo ante el nuevo desaire de Clara que, sin percibir la música del rencor, continuó escuchando el silencio por la ventanilla.
Después de unos segundos, Francisco levantó el papel. Se lo devolvió al niño alardeando asco. El niño lo tomó. Mientras masticaba presionando con fuerza sus mandíbulas, abolló el papel. Francisco relajó y desvió su mirada del niño, pues ya había conseguido hacerle explícito el rechazo que sentía por él.
Su boca estaba ácida a pesar del Flynn Paff. El odio se coló en una expresión cínica. La bronca estalló en tres pedazos de papel de caramelo al suelo. Francisco se desentendió de la situación. La tensión había llegado a un grado en el que redoblar la apuesta significaría exponerse a una situación de violencia que no estaba dispuesto a tolerar. Mientras tanto, el niño continuaba apuñalándolo con su mirada y Clara con los ojos puestos en otro lugar.
Francisco bajó en la estación Belgrano.
La brisa colada por la ventanilla desperdigó por el piso del vagón tres pedazos de papel, como si nunca hubieran envuelto un mismo caramelo, como si no compartieran el mismo suelo.

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